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parecido, por un lado, que hay muchas más virtudes domésticas de lo que me habían dicho; pero que, de otro, el amor sentimental es muy poco conocido. Las costumbres de Asia, que aquí reaparecen a cada paso, hacen que las mujeres no se ocupen para nada del interior de su casa; el marido lo dirige todo; la mujer no hace más que adornarse con sus regalos y recibir a quien él invita. El respeto a las buenas costumbres es ahora en Petersburgo mucho mayor que en tiempo de aquellos soberanos y soberanas que depravaban a la opinión con su ejemplo. Las dos Emperatrices actuales suscitan el amor a las virtudes de que son modelo. Sin embargo, en este respecto, como en otros muchos, los principios de la moral no están sólidamente asentados en la cabeza de los rusos. El ascendiente del Zar ha sido siempre tan fuerte, que de un reinado a otro pueden cambiar las máximas sobre todos los asuntos. Los rusos, tanto los hombres como las mujeres, ponen de ordinario en el amor su impetuosidad característica; pero su versatilidad los lleva también a renunciar fácilmente al objeto elegido.

Hay un cierto desarreglo de la imaginación, que no permite ser feliz con lo duradero. La cultura del espíritu, que, mediante la poesía y las bellas artes, multiplica el sentimiento, es muy rara entre los rusos, y en estas naturalezas fantásticas y vehementes, el amor es una fiesta o un delirio, más bien que un afecto profundo y reflexivo. La buena sociedad en Rusia es, pues, un perpetuo