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que saben es siempre contra su voluntad. Un extranjero me dijo que Smolensk había sido tomado, y que Moscou corría grandísimo peligro. El desaliento se apoderó de mí. Creí que volvía a empezar la deplorable historia de las paces de Austria y de Prusia, producidas por la conquista de las capitales. Era, por tercera vez, la misma jugada, que podía salir bien una más. La aparente movilidad de las impresiones de los rusos me impedía observar el verdadero estado del espíritu público. El abatimiento había congelado los ánimos; ignoraba yo que en hombres de impresiones tan vehementes, aquel abatimiento era precursor de un despertar terrible. De igual manera se ve en las gentes del pueblo una inconcebible pereza hasta el instante en que su actividad se reanima; entonces no conocen obstáculos ni temen peligro alguno, y lo mismo vencen a los elementos que a los hombres.

Sabía yo que la administración interior, lo mismo la de guerra que la de justicia, caían con frecuencia en manos muy venales, y que por las dilapidaciones que se permitían los empleados subalternos era imposible saber fijamente el número de las tropas ni las medidas tomadas para su aprovisionamiento; la mentira y el robo son inseparables, y en un país de civilización tan nueva, la clase intermedia carece de la simplicidad de los campesinos y de la grandeza de los boyardos; aún no existe opinión pública que refrene a esa clase intermedia, de vida tan reciente, que ha perdido