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sencilla. Invitáronlas a lucir sus talentos delante de mí, y una de ellas, que sabía de memoria tro zos de los mejores escritores franceses, recitó algunas de las páginas más elocuentes de mi padre, en su Curso de moral religiosa. Esta delicada atención fué sugerida acaso por la misma Emperatriz. Sentí emoción vivísima al escuchar unos pensamientos que desde hacía tantos años no tenían más asilo que mi corazón. En los países libres de la opresión de Bonaparte, comienza la posteridad a hacer justicia a los que hasta en la tumba fueron víctimas de las calumnias imperiales. Las educandas del Instituto de Santa Catalina cantahan a coro unos salmos antes de sentarse a comer; aquellas voces, numerosas, dulces y puras, me causaron un enternecimiento mezclado de amargura. Qué estragos haría la guerra en aquellas pacíficas fundaciones? ¿ Adónde irían las pobres palomas huyendo de las armas del vencedor? Después de la comida, reuniéronse las muchachas en una magnífica sala, donde bailaron todas juntas. La belleza de sus facciones no tenía nada de particular, pero su gracia era extraordinaria; son hijas de Oriente, con toda la decencia que las costumbres cristianas han difundido entre las mujeres. Primero ejecutaron una danza antigua, con la música de ¡Viva Enrique IV, viva el rey valiente! 1 Cuán distantes de nuestra época los tiempos evocados por esa canción! Dos niñas de diez años, de cara redonda, terminaron el baile con un paso ruso; este baile