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como hay que llamar siempre a su carácter. Mi padre no experimentó al verle la misma impresión que yo: ni su aspecto le impuso, ni halló nada trascendente en su conversación. He tratado de explicarme esa diferencia de nuestro juicio, y creo que, ante todo, depende de que la sencillez y sincera dignidad de maneras de mi padre le conquistaban la deferencia de cuantos le hablaban, y que, además, como la superioridad de Bonaparte procede mucho más de su destreza para el mal que de la ellevación de sus pensamientos para el bien, no pueden sus palabras dar una idea de lo que verdaderamente le distingue, porque no iba a ponerse a explicar su propio instinto maquiavélico. Mi padre no habló con Bonaparte de los dos millones que tenía depositados en el Tesoro público; tan sólo quiso interesarse en favor mío, y le dijo, entre otras cosas, que así como el Primer Cónsul gustaba de rodearse de nombres ilustres, debía también complacerse en dispensar buena acogida a los talentos célebres, como ornato de su poder. Bonaparte le respondió cortésmente, y gracias a esta conversación pude disfrutar durante algún tiempo de la residencia en Francia. Esta fué la última vez que la mano protectora de mi padre se extendió sobre mi vida; las crueles persecuciones, que le hubiesen irritado más que a mí misma, no llegó a conocerlas (1).

(1) Lauriston era el más literato de los ayudantes del Emperador, y con frecuencia lo hablaba Napoleón de las obras literarias que leía. "Imagínate—me dijo un dia Lauriston—que, estando de servicio con él (cuando el viaje a Digited