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reputado, los reveses que sufrió al comienzo de la campaña concitaron contra él la opinión pública, que designaba para sustituirle a un general famosísimo: al príncipe Kutusow; el príncipe tomó el mando quince días antes de la entrada de los franceses en Moscou, y no pudo incorporarse al ejército sino seis días antes de la gran batalla que se dió casi a las puertas de la ciudad, en Borodino. Fuí a visitar al príncipe la víspera de su partida; era un anciano de muy graciosos modales y de fisonomía viva, aunque le faltaba un ojo de resultas de una de las numerosas heridas que había recibido en los cincuenta años de su carrera militar. Contemplándole, temía yo que no fuese capaz de luchar con los hombres jóvenes y vigorosos que se abatían sobre Rusia desde todos los puntos de Europa; pero los rusos, cortesanos en Petersburgo, vuelven a ser tártaros en el ejército, y el caso de Suvarow ya había probado que ni la edad ni los honores enervan su energía física y moral. Me separé del ilustre mariscal Kutusow muy conmovida; no sabía yo si abrazaba a un vencedor o a un mártir; pero vi que comprendía la grandeza de la causa que se le encomendaba. Se trataba de defender, o más bien de restablecer, todas las virtudes morales que el hombre debe al cristianismo, toda la dignidad que Dios le ha dado y toda la independencia que la naturaleza le consiente; se trataba de recuperar todos esos bienes de las garras de un solo hombre, porque los franceses son tan inocentes de los Dizitzad