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tación interior. Deseaba la derrota de Bonaparte, como único medio de cortar el progreso de su tiranía; pero no me atrevía aún a confesar mi deseo, y el señor de Eymar, prefecto del Leman, ex diputado de la Asamblea constituyente, acordándose de los tiempos en que juntos acariciábamos la esperanza de la libertad, me enviaba correos a cada momento para noticiamme los avances de los franceses en Italia. Difícil me hubiese sido convencer al señor de Eymar, hombre, por lo demás, muy interesante, de que unos cuantos reveses hubiesen sido entonces muy útiles a Francia; la acogida que yo dispensaba a las pretendidas buenas noticias era forzada y se avenía mal con mi carácter. Hemos ido viendo después los incesantes triunfos de Bonaparte, y cómo los ha hecho gravitar sobre la cerviz de todos; pero ¿ha sacado jamás la triste Francia alguna ventura de tantas victorias?

La batalla de Marengo estuvo perdida durante dos horas; la negligencia del general Melas, demasiado seguro del triunfo, y la audacia del general Desaix, devolvieron la victoria a las armas francesas. Mientras el éxito de la batalla era desesperado, Bonaparte se paseaba lentamente a caballo por delante de sus tropas, pensativo, inclinada la cabeza, más animoso contra el peligro que contra el infortunio, sin intentar nada, pero esperando la buena suerte. Muchas veces se ha conducido así, y le ha ido bien. Pero sigo creyendo que si entre sus adversarios hubiese habido un hombre de tanto carácter como probidad, Bonaparte se.hui www.