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mayor parte de sus mismas virtudes van mezcladas con el deseo de agradar y de verse rodeadas de amigos, cuya fiel adhesión se consolida por los favores que reciben. Tan sólo desde este punto de vista puede perdonarse a las mujeres su afición al valimiento; pero en aras de la dignidad hay que sacrificar hasta el goce de la oficiosidad servicial, porque se puede hacer todo por los demás, excepto degradar nuestro propio carácter.

La conciencia es patrimonio de Dios, y no es lícito dilapidarlo por nadie.

Bonaparte seguía protegiendo al Instituto, con el que tanto se había honrado en Egipto; pero entre los literatos y los sabios había un grupito de oposición filosófica, no muy bien orientada, por desgracia, puesto que se dirigía únicamente contra el restablecimiento de la religión. Por una singularidad funesta, los hombres ilustrados de Francia querían consolarse de la esclavitud del mundo presente, suprimiendo la esperanza en un mundo venidero; esta inconsecuencia tan rara no hubiera podido existir en la religión reformada; pero el valor y las desgracias del clero católico no habían desarmado aún a sus enemigos, y quizas es, en efecto, difícil conciliar la autoridad del Papa y de los sacerdotes sometidos a él con el sistema de la libertad de un Estado. Sea como quiera, el Instituto no mostraba por la religión, independientemente de sus ministros, el profundo respeto inseparable de la grandeza de alma y del genio, y Bonaparte se apoyaba, contra unos hom—

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