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bres que valían más que él, en sentimientos que valían más que esos hombres.

Aquel año (1801), el Primer Cónsul ordenó a España declarar la guerra a Portugal, y el débil rey de la ilustre España condenó a su ejército a una expedición tan servil como injusta. Atacó a un vecino que no le hacía daño alguno, a una potencia aliada de Inglaterra, que se ha mostrado después tan verdadera amiga de España, y todo esto por obedecer a quien se disponía a privarla de su existencia. Los mismos españoles, al dar más tarde con tanta energía la señal de la resurrección del mundo, nos han dado a conocer lo que son las naciones y si se debe rehusar a los pueblos un medio legal de expresar su opinión y de influir en sus propios destinos.

Hacia la primavera de 1801, el Primer Cónsul tuvo la ocurrencia de crear un rey, y un rey de la Casa de Borbón, concediéndole la Toscana, bajo el erudito nombre de Etruria, a fin de inaugurar así la gran mascarada de Europa. Este infante de España fué llamado a París para mostrar a los franceses un príncipe de la antigua dinastía humillado ante el Primer Cónsul, humillado por sus beneficios, ya que nunca hubiera podido serlo por sus persecuciones. Con este regio corderillo empezó Bonaparte a hacer guardar antesala a los reyes; en el teatro, al oír este verso: "Señora, yo he hecho reyes y no he querido serlo", el público aplaudía al Primer Cónsul, que se prometía ser más que rey en cuanto la ocasión se presen-