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estáis bien enterado, ¿verdad?" Esta es una de las frases más amables que ha dirigido en público a ese cortesano, quien, por tener mejor gusto que los demás, hubiera deseado conservar la dignidad de sus maneras, inmolando la del alma a su ambición, Mientras tanto, las instituciones monárquicas progresaban a la sombra de la República. Estaba organizándose una Guardia pretoriana; las joyas de la Corona servían de ornamento a la espada del Primer Cónsul, y en su atavío, como en la situación política del momento, descubríase una mezcolanza del antiguo régimen con el nuevo; llevaba los vestidos bordados de oro, y los cabellos lisos; era de corta estatura y cabezudo; en su porte había no sé qué torpeza y arrogancia, embarazo y desdén, como si toda la cortedad de un advenedizo se juntase a la audacia de un tirano.

Han alabado su sonrisa, encontrándola agradable:

estoy segura de que no hubiese parecido tal en cualquier otro, porque esa sonrisa, que rompía por un instante su habitual seriedad, era más parecida a un resorte que a un movimiento natural, y la expresión de sus ojos no estaba nunca de acuerdo con la de su boca; pero como al sonreir, tranquilizaba a sus secuaces, llegaron a tomar por un atractivo el alivio que con ella producía. Recuerdo que un miembro del Instituto, consejero de Estado, me dijo en serio que las uñas de Bonaparte eran perfectas. Otro exclamó: "El Primer Cónsul tiene unas manos encantadoras.

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