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los franceses, tan pronto con paces inesperadas, como con guerras que le hiciesen necesario. Creía que en todos los órdenes, las borrascas favorecían la usurpación. Los periódicos encargados de ensalzar las dulzuras de la paz en la primavera de 1802 decían entonces: "Nos acercamos al momento de la anulación de la política." En efecto, si Bonaparte hubiese querido, hubiera podido dar con facilidad veinte años de paz a Europa, despavorida y arruinada.

En el Tribunado, los amigos de la libertad trataban aún de luchar contra la autoridad, sin cesar creciente, del Primer Cónsul; pero la opinión pública ya no los secundaba. La mayoría de los tribunos de la oposición, merecían desde todos los puntos de vista la estimación más completa; pero tres o cuatro individuos que figuraban en sus filas habían participado en los excesos de la Revolución, y el Gobierno tenía buen cuidado de extender a todos la censura que sólo pesaba sobre algunos. Sin embargo, los hombres reunidos en una asamblea pública concluyen siempre por electrizarse en el sentido de la elevación de alma, y el Tribunado, tal como era, hubiese cortado el paso a la tiranía si le hubieran dejado subsistir. Por mayoría de votos, nombró candidato para el Senado a un hombre no muy del agrado del Primer Cónsul, Daunou, republicano probo e ilustrado, pero, ciertamente, nada de temer. Esto bastó para decidir al Primer Cónsul a la eliminación del Tribunado; es decir, a renovar uno tras otro, por de-