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terés en evitar el escándalo de mi destierro. En estos cálculos me dejé llevar de mi deseo; aún no conocía yo a fondo el carácter del futuro dominador de Europa. Lejos de guardar miramientos a los que se distinguían por algo, quería hacer con cuantos se encumbraban el pedestal de su estatua, ya pisoteándolos, ya empleándolos en servicio de sus proyectos.

Me instalé en el campo, a diez leguas de París, con intención de pasar los inviernos en aquel retiro mientras durase la tiranía. Me contentaba con recibir allí a mis amigos y con ir de vez en cuando al teatro y al Museo. Esto era cuanto yo apetecía de la vida de París, dados el recelo y el espionaje más en auge cada día; y confieso que no veo el inconveniente que podía haber para el Primer Cónsul en dejarme así en un destierro voluntario. Un mes llevaba yo tranquilamente en aquel lugar, cuando una mujer, como hay muchas, queriendo hacer méritos a expensas de otra mujer más conocida que ella, fué a decir al Primer Cónsul que los caminos de mi residencia estaban llenos de gente que iba a visitarme. Nada más lejos de la verdad, ciertamente. A mí no me visitaban como a los desterrados del siglo XVIII, que tenían casi tanta fuerza como los reyes que los desterraban; pero un poder a quien se resiste, no es un poder tiránico, porque sólo puede serlo mediante la sumisión general. Sea como quiera, Bonaparte se aprovechó del motivo que le dieron para desteDit zady