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rrarme, y un amigo mío me avisó que de allí a pocos días un gendarme me notificaría la orden de marcha. En los países en que, al menos por rutina, están los particulares al abrigo de la injusticia, no se tiene idea de la perturbación que causa la súbita nueva de una arbitrariedad. Yo soy, por otra parte, muy propensa al abatimiento, mi imaginación concibe antes el dolor que la esperanza, y aunque he experimentado muchas veces que el pesar se disipa cuando cambian las circunstancias exteriores, se me antoja, siempre que me sobrecoge alguno, que nunca me veré libre de él. En efecto, lo fácil es ser desventurado, sobre todo cuando se aspira a un puesto privilegiado en la vida.

En el acto me refugié en casa de una persona verdaderamente buena y espiritual (1), a quien me recomendó, debo decirlo, un hombre que ocupaba un importante empleo del Gobierno (2); no clvidaré nunca el valor con que él mismo se ofreció a darme asilo: si hoy conservara las mismas buenas intenciones respecto de mí, no podría portarse como entonces se portó sin hundirse para siempre. A medida que la tiranía va avanzando, crece ante nuestros ojos como un fantasma; pero subyuga con la fuerza de un ser real.

Llegué, pues, a la finca de una dama a quien apenas conocía, y me vi entre gentes por completo ajenas a mí, lacerado el corazón por un (1) Madame de la Tour.

(2) Regnaud de Saint—Jean d'Angely.