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dolor acerbo que yo no quería dejar ver. Por la noche, a solas con una mujer que desde hacía varios años me servía fielmente, nos poníamos de escucha en la ventana, por si llegaba el rumor de los pasos de un caballo; por el día, me esforzaba en ser amable para ocultar mi situación. Desde mi retiro campestre escribí a José Bonaparte una carta expresando con sinceridad mí tristeza. Todo lo que yo ambicionaba era un refugio a diez leguas de París, y al comprender que si una vez me desterraban, sería para mucho tiempo, y quizá para siempre, me desesperaba. José y su hermano Luciano hicieron generosamente los mayores esfuerzos para salvarme, y no estuvieron solos en este empeño, como se va a ver.

La señora de Récamier, mujer celebérrima por su hermosura, y cuyo carácter se refleja en su belleza, me envió a decir que fuese a instalarme en su casa de campo de Saint—Brice, a dos leguas de París. Acepté el ofrecimiento, no creyendo perjudicar con eso a una persona tan ajena a la política; me parecía que, a pesar de su carácter generoso, no tenía nada que temer. Reuníanse en su casa muchas personas muy agradables, y allí gocé por vez postrera los placeres que iba a perder. En aquellos tempestuosos días recibí la defensa de Mackintosh: en sus páginas leí el retrato de un jacobino que, después de mostrarse implacable durante la revolución contra los niños, los ancianos y las mujeres, se doblegaba bajo la férula del Corso, que le arrebataba hasta la más