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mínima parte de la libertad, en cuya defensa pretendía haber luchado. La pura elocuencia de estas páginas me conmovió hasta el fondo del alma: los grandes escritores pueden a veces, sin saberlo, aliviar a los desgraciados en todos los tiempos y países. Era tan profundo el silencio de Francia, que aquella voz, al responder súbitamente a mi alma, me parecía bajada del cielo: venía de un país libre. Después de pasar unos cuantos días en la casa de la señora de Récamier, sin que se hablase nuevamente de mi destierro, creí que Bonaparte renunciaba a su proyecto. Es muy corriente tranquilizarse respecto de cualquier peligro, cuando no aparecen síntomas de él en torno nuestro. Tan ajena vivía yo a todo proyecto y todo procedimiento hostiles, aun contra aquel hombre, que se me antojaba imposible que no me dejase en paz; y al cabo de unos días volví a mi casa de campo, convencida de que Bonaparte aplazaba toda determinación contra mí, y se contentaba con haberme asustado. Con eso, en efecto, había de sobra, no para hacerme cambiar de opinión ni para obligarme a renegar de ella, sino para refrenar los hábitos republicanos que me quedaban, y que me habían impulsado el año anterior a hablar con demasiada franqueza.

Un día de fines de septiembre hallábame yo a la mesa con tres amigos míos, en una sala desde donde se veía la carretera y la puerta de entrada.

A las cuatro, un hombre, vestido de gris, a caballo, se detuvo junto a la verja y llamó; no me cupo