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Me detuve unos momentos en casa de la señora de Récamier; allí me encontré con el general Junot, que, por amistad con ella, prometió hablar de mi asunto al día siguiente con el Primer Cónsul. Así lo hizo, en efecto, con mucho calor. Cualquiera creería que un hombre tan útil por su ardor bélico al poderío de Bonaparte debía tener sobre él influencia bastante para proteger a una mujer; pero los generales de Bonaparte, que logran para sí innumerables mercedes, no gozan de influencia alguna. A Bonaparte le parece muy bien que sus generales le pidan dinero o destinos, porque el ponerse así bajo su dependencia es prueba de la conformidad con su poder; pero si quisieran, cosa que les sucede rara vez, defender a un desdichado u oponerse a una injusticia, no tardarían en advertir que no son más que brazos encargados de sostener la esclavitud, a la que deben empezar por someterse personalmente.

En París fuí a una casa alquilada poco antes, en la que aún no había habitado, y escogida con mucho tiento en el barrio y con la exposición que más me agradaban; ya con la fantasía me había instalado en el salón, rodeada de algunos amigos, cuya plática es, para mi gusto, el mayor goce que el espíritu humano puede disfrutar. Entré en aque lla casa con la seguridad de tener que abandonarla, y las noches se me iban en recorrer los aposentos, deplorando por anticipado la pérdida de una felicidad mayor aún que la ofrecida por mi esperanza. El gendarme iba todas las mañianas,