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bién a dos leguas de la ciudad, pero en un camino diferente. Esta vida errante, a cuatro pasos de mis amigos y de mi casa, me producía tal dolor, que no puedo recordarlo sin estremecerme. Aún estoy viendo la habitación: la ventana a la que me pasaba asomada todo el día para ver llegar al mensajero, los mil detalles penosos que la desgracia lleva consigo, la generosidad excesiva de algunos amigos, el cálculo disimulado de otros, producían en mi alma una agitación tan cruel, que no se la deseo a mi mayor enemigo. En fin, llegó el mensaje sobre el que aún fundaba yo algunas esperanzas. José me enviaba muy buenas cartas de recomendación para Berlín, y se despedía de mí con nobleza y dulzura. No quedaba más remedio que partir. Benjamín Constant tuvo la bondad de acompañarme; pero, como también le gustaba mucho la estancia en París, dolíame su sacrificio. Cada paso de los caballos me lastimaba, y cuando los postillones se alababan de llevarme de prísa, no podía por menos de lamentar el triste servicio que me hacían. De este modo recorrí cuarenta leguas sin recuperar el dominio de mí misma. Cuando nos detuvimos en Chalons, Benjamín Constant reavivó su ingenio, y gracias a su conversación asombrosa, consiguió, al menos durante unos instantes, aliviar el peso que me abrumaba. Al día siguiente continuamos el viaje hasta Metz, donde me detuve a esperar noticias de mi padre. Allí pasé quince días, y encontré uno de los hombres más amables y espirituales que »