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se encontró en sus palabras, ya que no en sus actos.

1 Las formas republicanas existían aún; empleábase el nombre de ciudadano, como si no reinase en toda Francia la más terrible desigualdad, la que emancipa a unos del yugo de la ley y somete a otros a la arbitrariedad. Contábase aún el tiempo por el calendario republicano; era motivo de alabanza la paz en que se vivía con toda la Europa continental. Hacíanse, como aún se hacen hoy, informes para la construcción de caminos y canales, de puentes y de fuentes; ensalzábase hasta las nubes los beneficios del Gobierno; no existía, en fin, ninguna razón aparente para cambiar un orden de cosas en el que todos decían que se encontraban tan bien. Necesitábase, pues, un complot, en el que anduviesen mezclados los ingleses y los Borbones, para soliviantar de nuevo a los elementos revolucionarios de la nación, encaminándolos al restablecimiento de un poder ultramonárquico, con pretexto de impedir el retorno del antiguo régimen. El secreto de esta combinación, complicadísima en apariencia, es muy sencillo: había que asustar a los revolucionarios con el peligro que corrían sus intereses, y proponerles que los pusiesen a buen recaudo por un postrer abandono de los principios.

Así se hizo.

Pichegru se había hecho, pura y simplemente monárquico, como había sido republicano; volvió sus opiniones del revés; su carácter era superior a su entendimiento; pero ni el uno ni el otro eran

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