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ni porvenir; su alma imperiosa y despreciativa no reconoce nada sagrado para la opinión; sólo le parece respetable la fuerza existente. El príncipe Luis me escribía una carta que empezaba así: "El llamado Luis de Prusia ruega a la señora de Stäel, etcétera." El príncipe sentía la injuria hecha a su estirpe regia, y a la memoria de los héroes, entre quienes ansiaba contarse.¿Cómo, después de un hecho tan horrible, ha habido un solo rey en Earopa que trate con semejante hombre? ¡La necesidad!, se dirá. Hay un santuario en el alma que debe sustraerse a su imperio; si no fuese así, ¿qué sería la virtud en la tierra? Un generoso pasatiempo, que sólo cuadraría al ocio tranquilo de un particular.

Un conocido mfo me contó que fué a pasearse alrededor del torreón de Vincennes pocos días después de la muerte del duque de Enghien; la tierra, recién removida, denotaba el lugar de su sepultura; unos niños jugaban sobre un montecillo de césped, único sarcófago de tales cenizas. Un inválido viejo, de blancos cabellos, sentado no lejos de allí, estuvo un rato contemplando a los niños; al fin se levantó y, tomándolos por la mano, les dijo derramando algunas lágrimas: "No juguéis aquí, hijos míos, os lo ruego." Estas lágnmas fueron los únicos honores tributados al descendiente del gran Condé, y sus huellas se borraron bien pronto de la tierra.

Pareció que la opinión revivía en Francia; por un momento, al menos, la indignación fué gene-