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XII

La capital me atraía poderosamente, por su vida más amplia y más libre, su movimiento, sus diversiones, su buen humor aparente que contrasta con la amodorrada gravedad provinciana, pero nunca produjo en mí tanto efecto de atracción como aquella vez, sin duda porque ya vislumbraba próxima la hora en que emprendería su conquista. Pisé sus aceras con paso firme, de propietario, y me sentí más familiarizado que nunca con aquel torbellino que en un principio me mareara, desconcertándome.

Una nueva vida parecía empezar para mí, excitando mi orgullo, y con la frente alta, miraba la ciudad como cosa mía.

—¿Soy provinciano?—me preguntaba, recorriendo aquellas calles animadas que diez ó veinte años más tarde iban á convertirse en tumultuosas.—¿Y ese epíteto de provinciano significaría que esto no me pertenece como al mejor entre los mejores? ¡Bah! ésas son tonterías que sólo sirven para alimentar la conversación de los fogones y las salas de aldea. Aunque no tuviera antepasados porteños, en cuanto me pasara el primer mareo de la multitud, me encontraría en casa, como todos los del interior que han triunfado, y que sólo utilitariamente mantuvieron el antagonismo tradicional.

¿Qué es lo «porteño», sino la suma de los mejores esfuerzos de todo el país? ¡Vamos! desde el ochenta, más gozan de Buenos Aires los provincianos que los bonaerenses, como gozan menos de París los parisienses que los forasteros.

Buenos Aires es una resultancia, y yo la quiero, y todos debemos quererla, hasta por egoísmo, porque todos colaboramos ó hemos