no carecía de gracia, y accionaba con viveza, cuando decía algo interesante, acentuando entonces más las sílabas. Vestía bien, sin excesivo atildamiento, y no llevaba nada aparatoso ni llamativo sobre su persona. Me tendió la mano, con ademán resuelto y franco, me hizo sentar junto á él en un sofá, y entró inmediatamente en materia, preguntándome—cual si ésta fuera una «Guía de la Conversación» de los presidentes,—cómo andaban las cosas en mi provincia y cómo se presentarían las próximas elecciones nacionales.
Exageré la paz y la bienandanza de que gozábamos, la fidelidad del pueblo á su Gobierno, la riqueza que fluía de todas partes, la floreciente situación de los bancos, el progreso que avanzaba vertiginosamente. En cuanto á las elecciones, procurarían un nuevo triunfo á nuestro partido, del que él era tan digno jefe, aunque entre los candidatos hubiera alguno ó algunos de escaso mérito.
—¿Por ejemplo, cuál?—me preguntó extrañado.
—Por ejemplo, éste su servidor, Presidente—dije, mirándole al soslayo, para sorprender la impresión que le causaba.
Se echó á reir.
—¡Vaya una modestia, amigo!—me contestó.—Usted hará muy buen papel en la Cámara...
mejor que muchos otros. Ya me han escrito sobre su candidatura, que me satisface, porque usted es un hombre con quien se puede contar.
—¡Oh, en cuanto á eso!...
—Pero, dígame lo que pasa por allá. ¿Cómo se porta el gobernador Correa? Inicióse, entonces, una larga plática, él preguntando, yo dándole detalles de todo género, haciendo retratos más ó menos parecidos de mis