comprovincianos influyentes, contándole las últimas anécdotas y los últimos escándalos. Era curioso y se divertía muchísimo con aquella chismografía político-social, que yo manejaba como un maestro. Aproveché la circunstancia para informarlo de la actitud del clero y del partido católico ante el anuncio del proyecto de ley del divorcio.
—Pero no ve, amigo, cómo nos atacan los clericales—exclamó con un ademán violento y poniéndose ligeramente encarnado.—¡Nunca se ha visto!... Hacen política hasta en el púlpito, y hay que darles una lección... Están demasiado engreídos (engréidos, pronunciaba él), y no quiero que en mi Gobierno haya nadie que se ría de mí.
—¿Y no cree usted, Presidente, que atacándolos así, en lo más vivo, no se portarán peor? Todavía si el proyecto se lanzara sin el apoyo ostensible del Gobierno...
—Eso es lo que se hará, precisamente... No tengo interés mayor en la ley. Pero, al sentir esa amenaza, comprenderán que sólo yo puedo desvanecerla ó alejarla indefinidamente.
—¿De modo que nuestros diputados podrán votar como les parezca?
—Naturalmente. Lo que importa es el debate, un gran debate que entretenga la opinión.
Prepárese, amigo Herrera, pues ése será un lindo estreno para usted.
Salí radiante de alegría, y corrí al hotel á escribir á Correa, á los amigos, para comunicarles que el Presidente me había ungido diputado.
Todo temor desaparecía: era como si ya tuviese el diploma en el bolsillo. También escribí al padre Arosa, diciéndole que todo había pasado de acuerdo con nuestros deseos, y á de la Espada, pidiéndole que lanzara abiertamente mi candidatura en Los Tiempos, sin