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—¡Eulalia! ¡Eulalia! ¡Schnel! ¡Schnel!—apresúrate, como si se tratara de un sueño que pudiera desvanecerse de un momento á otro.

Eulalia apareció, muy colorada, sabiendo lo que se le iba á preguntar. Pero no vaciló y dió su respuesta en firme:

—¡Sí! Con un movimiento lleno de gracia tomó entonces con la izquierda dos dedos de la mano de su padre, y me tendió la diestra á mí, mientras miraba mimosa y conmovida la redonda cara plácida de Irma, á punto de llorar.

Después, desprendiéndose de ambos, corrió á colgarse del cuello de la madre, y le cubrió las mejillas de besos, que en parte me dedicaba, sin duda.

¡Qué contraste! De aquellos rudos y espinosos troncos importados de qué sé yo qué comarcas extranjeras, había brotado como por milagro aquella suave y delicada flor criolla, como de los torturados espinillos brotan en primavera las aromas de oro, más sutiles, más finas y más perfumadas que cualquier florescencia de invernáculo.

Irma, un instante después, me sometió, como á una prueba masónica, á un concienzudo abrazo, y me besó en ambas mejillas con verdadero furor.

Mi solicitud había sido aceptada, pues, no sólo con benevolencia, sino con entusiasmo y sin ninguna aparatosa formalidad. Eulalia y yo nos acercamos, mientras «los viejos» se hablaban aparte, y comenzamos una de esas gentiles conversaciones que pueden compararse al arrullo, porque las palabras no dicen nada, mientras que la expresión lo dice todo... y muchas otras cosas más.

Nos interrumpió Rozsahegy, para decirnos que, con Irma, habían resuelto dar una comida