ó servil á que estaba acostumbrado. En un principio, traté de rebelarme contra esta tiranía sobre todo contra la de misia Gertrudis; pero mis esfuerzos se estrellaron en su carácter inflexible, que pocas veces trataba de disimular bajo una apariencia dulzona.
—¡Es por tu bien!—me decía, después de arrancarme á las más inocentes diversiones.—¿Qué diría tu padre, si te dejáramos hacer lo que quisieras, y perder el tiempo á tu antojo?
—Tatita—replicaba yo airado,—no me ha tenido nunca encerrado como un preso, y no me perseguía como usted.
—¡Es por tu bien, te repito! Y, además, seguimos las instrucciones del mismo don Fernando.
Acuérdate de que, cuando don Néstor le dijo que, si no estudiaba mucho, te quedarías en primer año, tu padre me recomendó: «Átemelo á soga corta, misia Gertrudis. ¡Téngamelo en un puño!» ¡Ni más ni menos! ¡Y...
basta de discusión! Se marchaba y yo me quedaba temblando de cólera y de impotencia. ¿Qué se había hecho de mi indomable voluntad? ¡Ay! desterrado, en el aislamiento, en un mundo desconocido y hostil, sin los sólidos puntos de apoyo de mamita, de los sirvientes, de todos cuantos me adulaban para adular á mi padre, sentíame deprimido, incapaz de iniciativa y de rebelión, desde que mis primeros esfuerzos revolucionarios sólo arribaron á hacer mayor la severidad de mis carceleros. Porque los Zapata lo eran: no me dejaban ni á sol ni á sombra, no me permitían salir solo; inspirado por su mujer, don Claudio me llevaba todos los días al Colegio, para hacerme imposible el dulce vagar de la «rabona».
Los domingos y fiestas tenía que ir con ellos á misa, al sermón, á la doctrina, y, en los intervalos, me hacían acompañarles á recorrer las