varias sillas de enea, una silla de baqueta, de alto respaldo, piso de ladrillos hechos polvo, paredes blanqueadas, llenas de telarañas y manchas de tinta y de mugre, cieloraso empapelado, del que colgaban lamentablemente varias tiras de papel, despegadas por las goteras...
Aquello olía á humedad, á aceite, á petróleo.
En la segunda habitación, obscura y mal ventilada, veíanse los burros y las cajas de componer, para los tres operarios; en la tercera estaba la vieja prensa de mano y el catre del peón.
Allí reinaba de la Espada, y allí nos reuníamos algunas noches varios jóvenes situacionistas, á comentar la vida doméstica, social y política de Los Sunchos. Eran de oir las habladurías, chismes, críticas, difamaciones y calumnias que formaban el fondo de aquellas amenas charlas, análisis de la vida y milagros del pueblo entero, en que los detalles faltantes eran substituídos con ventaja por otros, fruto de la imaginación de los contertulios. La famosa botica de Paredes, llamada el «mentidero», no aventajaba en nada á la redacción de «La Época». Allí me inicié en todos los misterios de la aldea, conocí la historia de todas las familias, supe las faltas de éstos, los errores de aquéllos, los delitos de los otros, aquilaté la virtud exigida de las mujeres y comencé á ver otro aspecto del mundo, quizás algo exagerado, quizás un poco ennegrecido, pero, en resumen, muy aproximado á la realidad.
De la Espada era hombre de unos treinta años, menudito y móvil, de ojos pequeños, llorosos y casi sin pestañas, cetrino, con un bigotito de cerdas, horrible, en fin, pero tan simpático merced á su gracia madrileña, á su picaresco pesimismo... Solía resumir las conversaciones por medio de sentencias que constituían todo un curso de enseñanza, la síntesis de lo nuevo