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por él con ahinco. Veinte veces al día declaraba que era el más feliz de los hombres; y siempre, al escucharle, levantaba Julia los ojos al cielo y su boquita tomaba una indecible expresión de desdén. Bella, joven y casada con un hombre que le disgustaba, concíbese que debía verse rodeada de homenajes muy interesados. Pero, además de la protección de su madre, mujer muy prudente, su orgullo, que era su defecto, la había defendido hasta entonces contra las seducciones del mundo.

Por lo demás, el desengaño que había seguido a su matrimonio, dándole una especie de experiencia, había hecho difícil que se entusiasmase. Sentíase orgullosa de verse compadecida en sociedad, y citada como un modelo de resignación. Después de todo, se encontraba casi feliz; a nadie amaba, y su marido la dejaba en completa libertad. Su coquetería (es preciso confesarlo, le gustaba un poco probar que su marido no conocía el bien que poseía), su coquetería, completamente instintiva, como la de un niño, se conciliaba muy bien con cierta reserva desdeñosa que no era gazmoñería. En fin, sabía ser amable con todo el mundo; pero con todo el mundo igualmente. La maledicencia no podía reprocharle la menor cosa.

II

Los dos esposos habían comido en casa de la señora de Lussan, madre de Julia, que partía para Niza. Chaverny, que se aburría mortalmente en