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—¿Sabe usted, querido—dijo—que puede prestarme un gran servicio?

—¿Cómo?

—Es preciso que me ayude usted en este negocio. Sé que su marido está muy mal con ella. Es un bestia, que la hace desdichada... Usted lo ha conocido, Perrin; dígale a su mujer que es un bruto, un hembre que tiene la peor reputación.

—¡Oh!

—Un libertino, usted lo sabe. Tenía queridas cuando estaba en el regimiento; y 1qué queridas!

Dígale todo esto a su mujer.

—Oh! ¿Cómo decir eso? Entre el árbol y la corteza...

—¡Dios mío! Hay modos de decirlo todo. Sob todo hable bien de mí.

—Eso ya es más fácil. Sin embargo...

—No tan fácil, escuche; porque si yo le dejase a usted hablar, haría tal elogío que mis asuntos no resultarían favorecidos. Dígale que desde "hace algún tiempo" nota usted que estoy triste, que no hablo, que no como...

—No es nada!—exclamó Perrin con una sonora carcajada que imprimía a su pipa los más ridículos movimientos—, nunca podré decirle eso en la cara a la señora de Chaverny. Todavía ayer por la noche, estuvo usted a punto de armar un escándalo en la comida que los compañeros nos han dado.

—Bien; pero es inútil contarle eso. Es conveniente que sepa que estoy enamorado de ella,