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buen humor y sus modales del regimiento; por lo demás, no había sido nunca de los más delicados en la elección de sus bromas. Su mujer adoptaba un aire fríamente desdeñoso a cada salida impertinente; en tal circunstancia, se volvía del lado de Châteaufort y entablaba un aparte con él, aparentando no escuchar una conversación que le desagradaba soberanamente.

He aquí una muestra de la urbanidad de este modelo de esposos. Hacia el final de la comida, habiendo recaído la conversación sobre la Opera, discutíase el mérito relativo de varias bailarinas, y, entre otras, elogíabase mucho a la ***. Con tal motivo, Châteaufort excedió a los demás en sus elogios, alabando sobre todo su gracia, su aire y sus modales honestos.

Perrin, a quien Châteaufort había conducido a la Opera algunos días antes y sólo esta vez había ido, se acordaba muy bien de la ***.

—¿Es aquella pequeña, vestida de rosa, que salta como un cabrito, que tiene las piernas de que usted habla tanto, Châteaufort?

—¡Ah! Hablaba usted de sus piernas?—exclamó Chaverny—, ¡Pero no sabe usted que si ha bla demasiado de ellas, regañará con su general, el duque de J***! ¡Cuidado, compañero!

—No le creo tan celoso que prohiba mirarlas a través de unos gemelos.

Al contrario; está tan orgulloso de ella, como si las hubiese descubierto. ¿Qué dice usted, comandante Perrin?