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beza quedó instantáneamente dibujado este plan.

Besó a la mujer turca, le dió un traje, reprochó al señor cónsul su crueldad y mandó llamar al bajá para arreglar el asunto.

"El bajá vino furioso. El marido de la salvada era un personaje, y estaba echando chispas. Era una ignominia que unos perros de cristianos impidiesen que un hombre como él arrojase su esclava al mar. El cónsul pasó sus apuros; habló del rey su amo, y más aún de una fragata de sesenta cañones que acababa de aparecer en aguas de Larnaca. Pero el argumento de más efecto fué, la proposición que hizo en nuestro nombre de pagar la esclava a justo precio.

"¡Ay! ¡Si ustedes supiesen lo que es el justo precio de un turco! Hubo que pagar al marido, pagar al bajá, pagar al asnero a quien Tyrrel había roto dos dientes; pagar por el escándalo, pagar por todo. ¡Cuantas veces exclamó Tyrrel dolorosamente!:

"¡Por qué diablos ir a dibujar a orillas del mar!" —¡Qué aventura, pobre Darcy!—exclamó la señora Lambert—. ¿Allí es, sin duda, donde ha recibido usted esa terrible cicatriz? Levántese usted el pelo, haga usted el favor. ¡Es un milagre que no le hayan rajado la cabeza!

Julia, durante todo este relato, no había apartado la vista de la frente del narrador; por fin preguntó con voz tímida:

—¿Y qué fué de la mujer?