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Es justamente la parte de la historia que no me gusta contar. La continuación es tan triste para mí, que a la hora presente todavía se burlan de nuestra aventura caballeresca.

—Era bonita la mujer?—preguntó la señora de Chaverny, ruborizándose un poco.

¿Cómo se llainaba? —preguntó la señora Lambert.

Se llamaba Emineh.

— Bonita?...

—Sí, era bastante bonita; pero demasiado gorda y demasiado' pintada, según el uso de su país.

Es preciso mucha costumbre para apreciar los encantos de una belleza turca. Emineh fué, pues, instalada en casa del cónsul. Era mingreliana, y dijo a la señora C***, la mujer del cónsul, que era hija de un príncipe. En aquel país, todo granuja que manda a otros diez granujas es un príncipe.

Se le trató, pues, como a princesa; comía en la mesa, comía como cuatro, y cuando se le hablaba de religión solía dormirse. Esto duró algún tiempo. Por fin se fijó día para el bautismo. La señora C*** se designó para madrina, y quiso que yo fuese padrino con ella. ¡Bombones, regalos y lo demás!... Estaba escrito que esta desgraciada Emineh me arruinaría. La señora C*** decía que Emineh me quería más que a Tyrrel, porque al darme el café siempre me lo derramaba encima. Yo me preparaba para el bautismo con compunción verdaderamente evangélica, cuando la víspera de la ceremonia la bella Emineh desapa-