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de Darcy. Las sacudidas del coche los aproximaban aún más a veces.

—Esta capa que nos envuelve a los dos, me recuerda—dijo Darcy—las charadas de otro tiempo. ¿Se acuerda usted de haber sido mi Virginia cuando nos pusimos los dos la manteleta de su abuela?

—Sí, y del regaño con que me castigó por eso.

—¡Ah!—exclamó Darcy, ¡qué tiempo tan feliz aquél! Cuántas veces he pensado con tristeza y gusto en nuestras divinas reuniones de la calle Bellechasse. Se acuerda usted de las hermosas alas de buitres que le ataron con cintas rosas, y el pico de papel dorado que yo le fabriqué con tanto primor?

—Sí—respondió Julia—. Usted era Prometheo y yo el buitre. Pero qué memoria tiene usted!

¿Cómo puede usted acordarse de todas estas locuras? ¡Porque hace tanto tiempo que no nos hemos visto!

—Si me pide usted un cumplido...—dijo Darcy sonriendo y adelantándose de manera que la miraba de frente.

Y con tono más serio:

—En verdad—prosiguió—, no es extraño que haya conservado recuerdo de los más felices momentos de mi vida.

—¡Qué talento tenía usted para las charadas!...—dijo Julita, temiendo que la conversación tomase un giro demasiado sentimental.

—¿Quiere usted que le dé otra prueba de mi