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la dejase escapar. Por otra parte, como todos los hombres, era mucho más elocuente para pedir, qué para dar las gracias. Pero, con todo, era hombre educado, y la educación desempeña a veces el papel de sentimientos más respetables. Pasado el primer movimiento de embriaguez, vertía en los oídos de Julia frases tiernas que componía. sim excesivo esfuerzo, acompañándolas con numerosos besos en las manos, que le dispensaban de otras:

tantas palabras. Veía sin pena que el coche estabaya a la entrada de París y que dentro de pocosminutos iba a separarse de su conquista. Eli silencio de la señora de Chaverny, el anonadamíento en que parecía sumida, hacían difícil y aun fastidiosa, si puedo atreverme a decirlo, la posición de su nuevo amante.

Ella estaba inmóvil, en un rincón del coche, apretando maquinalmente el chal contra su seno.

No lloraba ya; sus ojos estaban fijos, y cuando Darcy le tomaba la mano para besársela, esta mano, no bien abandonada, volvía a caer sobre sus rodillas como muerta. No hablaba, apenas escuchaba; pero una multitud de pensamientos desgarradores se presentaban de golpe a su espíritu, y, si quería expresar uno, al momento venía otro a cerrarle la boca.

¿Cómo traducir el caos de estos pensamientos, o mas bien de estas imágenes que se sucedían con tanta rapidez como los latidos de su corazón?

Creía escuchar en sus oídos palabras sin enlace y sin continuidad; pero todas con un sentido terri-