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tros terrores o para examinar fríamente su realidad.

Representaos a la pobre Julia echada sobre el lecho, medio vestida, agitándose sin cesar, tan pronto devorada por un calor ardiente como helada por un escalofrío agudo, estremeciéndose al menor crujido de las maderas y escuchando distintamente los latidos de su corazón. De su posición sólo conservaba una angustia vaga, cuya causa buscaba en vano. Después, súbitamente, el recuerdo de esta noche fatal pasaba por su espíritu, rápido como un relámpago, y con él despertaba un dolor vivo y penetrante como el de un hierro enrojecido en una herida cicatrizada.

Tan pronto miraba la lámpara, observando con atención estúpida todas las vacilaciones de la llama, hasta que las lágrimas que se amontonaban en sus ojos, no sabía por qué, le impedían ver la luz.

—¿Por qué estas lágrimas?—se decía—. ¡Ah!

¡Estoy deshonrada!

Tan pronto contaba las borlas de las cortinas del lecho, sin que pudiese nunca retener su número.

—¿Qué locura es esta?—pensaba—. Locura?

Sí, porque hace una hora me he entregado como una miserable cortesana, a un hombre a quien no conozco.

Después seguía con mirada vaga la aguja del reloj, angustiada, como condenado que ve aproximarse la hora de su suplicio. De repente, el reloj daba la hora.