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Hace tres horas—decía estremeciéndose con sobresalto—estaba con él, y estoy deshonrada!

Pasó toda la noche en esta agitación febril. Al amanecer abrió la ventana, y el aire fresco y vivo de la mañana le produjo cierto alivio. Inclinándose sobre la balaustrada de la ventana que caía sobre el jardín, respiraba el aire frío con una especie de voluptuosidad. El desorden de sus ideas disipóse poco a poco. A las vagas torturas, al delirio que la agitaban, sucedió una desesperación intensa que relativamente resultaba un reposo.

Era preciso tomar una decisión. Dedicóse entonces a buscar lo que debía hacer. No se detuvo ur momento en la idea de volver a ser de Darcy.

Esto le parecía imposible; se hubiera muerto de vergüenza al verle delante. Debía abandonar París, donde, dentro de dos días, todo el mundo la señalaría con el dedo. Su madre estaba en Niza; iría a juntarse con ella; le confesaría todo, y después de haberse desahogado en su seno, sólo le restaba una cosa: buscar algún lugar desierto en Italia, desconocido de los viajeros, donde iría a vivir sola y a morir en seguida.

Una vez tomada esta resolución, sintióse más tranquila. Sentóse delante de una mesita frente a la ventana, y con la cabeza entre las manos, lloró, pero esta vez sin amargura. La fatiga y el abatimiento vencieron al fin, y se durmió, o más bien, dejó de pensar durante una hora próximamente. Despertóse con escalofríos de fiebre. El