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LAS ALEGRES COMADRES

mo, fidelicet yo: y por fin y remate el tercero es mi posadero de la Liga.

Page.—Nosotros tres para entender del asunto y arreglarlo entre ellos.

Evans.—Muy bien. Tomaré nota en mi libro memorandum, y después nos ocuparemos de la causa con toda la discreción que nos sea posible.

Falstaff.—Pistol!

Pistol.—Soy todo orejas.

Evans.—¡El diablo y su abuela! ¿Qué frase es esa «ser todo orejas»? Pues eso es afectación.

Falstaff.—Pistol, ¿robaste la bolsa del señorito Slender?

Slender.—Sí, por vida de mis guantes, que lo hizo, (ó no querría yo, á no ser cierto, volver jamás á mi gran cámara). Me robó siete monedas de á cuatro peniques y dos tablillas Edward para jugar al tejo, que me habían costado dos chelines y dos peniques cada una, en casa de Miller. Sí, por estos guantes!

Falstaff.—¿Es verdad esto, Pistol?

Evans.—No: es falso, si es una ratería.

Pistol.—¡Ah! Eres un forastero montaraz! Sir Juan, amo mío, reto á combate á este sable de hoja de lata. Aquí, en tus labios está la mentira: hez y escoria, mientes!

Slender.—Pues por estos guantes, que entonces era el otro.

Nym.—Andad con cuidado y dejaos de bromas, señor mío, que si os acomoda tratarme como á ratero, á mí me acomodará atraparos á mi modo. Y esto es lo que hay en el caso.

Slender.—Pues entonces, por este sombrero, quien tiene la culpa es aquel de la cara colorada; pues aunque no puedo acordarme de lo que hice cuando me embriagasteis, con todo no soy enteramente un asno.

Falstaff.—¿Qué decís vosotros, Scarlet y Juan?