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JULIO CÉSAR

lera como el pedernal soporta el fuego; y que sólo cuando se le fuerza mucho, despide una chispa rápida y se enfría al momento.

Casio.—¿Ha vivido Casio solamente para servir de diversión y risa á su Bruto, cuando el pesar y la sangre enardecida le irritaban?

Bruto.—También estaba yo irritado cuando hablé así.

Casio.—¿Confesáis esto? Dadme vuestra mano.

Bruto.—Y mi corazón también.

Casio.—¡Oh Bruto!

Bruto.—¿Qué hay ahora?

Casio.—¿No tenéis por mí bastante afecto para tolerarme, cuando ese violento humor que me dió mi madre, me hace olvidarlo todo?

Bruto.—Sí, Casio. Y en adelante, cuando seáis demasiado exaltado con vuestro Bruto, él pensará que es vuestra madre quien regaña y os dejará así. (Ruido dentro.)

Poeta.—(Adentro.) Dejadme entrar á ver á los generales.—Hay un resentimiento entre ellos.—No está bien dejarlos solos.

Lucilio.—(Adentro.)—No tendréis entrada.

Poeta.—Nada me detendrá sino la muerte. (Entra el poeta.)

Casio.—¿Qué hay ahora? ¿qué sucede?

Poeta.—En nombre de la vergüenza, generales, ¿qué intentáis? Amaos y sed amigos cual cumple á dos hombres como vosotros. Porque estoy cierto de haber vivido más años que vosotros.

Casio.—¡Ha! ¡ha! ¡Qué detestablemente rima este cínico!

Bruto.—¡Fuera de aquí, villano! ¡Mozo impudente, fuera!

Casio.—Tened paciencia con él, Bruto. Es su manera.