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<os, que enseñaban Á Alberto el manejo del coche de la enferma, al que costaba hacer ro- dar sobre las gradas de la escalinata que unía. eljardín á la terraza
—No, zonzo! no tirés así, no ves que la vas 4 sacudir! decía Miguelito.
—-O á tumbar! gritaba Albertito afligido.
--Cuidao, cuidao! otras vocecitas, eco del
- nismo temor.
Salí, Alberto, salil ordenaba la Perla, que quiea decidía todas las cuestiones. Nos- tros sólos la vamos á llevar.
—No ves papá, que nosotros estamosacos- tuunbrados ya, —dijo la voz de un pájaro; la de la dulce Elvirita. .
—Ché, Muschinga, salí pronto de delante pues...! Empujá, empujá no más; Albertito, vos! gritó por última vez la Perla...
En el hall se sintió el ruido.-de las ruedas que se deslizaban rápidas y fáciles sobre las piedras, y apareció el cortejo; una pequeña reina en su coche escoltada por sh corte in fantil. Sus guardias de corps rodeábanla, escudándola con sus tiernos pechos de cual- quier peligro,
Conoció Máximo á Stella. Una profunda admiración, una profunda pena, conmovieron hasta sus cimientos la bondad inutilizada en sa pecho.
Bastó que lo miraran esos ojos que pare- cían decir: «somos dolientes por vosotros, no por ellas, —tanta era la serenidad de gloría
és