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que algunos especialistas se declaran decididos partidarios de una pronta y definitiva desaparición de las supersticiones; en cambio, otros, más consecuentes con los procesos paulatinos de evolución y enemigos de destruir violentamente cualquier hecho social, se inclinan por una labor educativa apta, para desechar, por parte de sus propios cultores, las creencias nocivas y a veces físicamente perjudiciales, sin proscribir las restantes, al servicio de las necesidades de interpretación espiritual. Sin embargo, sería muy aventurado proponer, sea cual fuere el planteamiento crítico elegido, la extinción total de la conducta supersticiosa, de no mediar cambios radicales en las vías de conocimiento del hombre.

Las supersticiones que podemos calificar de chilenas, en virtud de un uso tradicional que las ha asimilado a nuestra idiosincrasia y les ha conferido función folklórica, proceden, en su gran mayoría, de la cultura hispana. La extraordinaria variedad étnica de ella entronca este tipo de creencias con nobles ancestros asiáticos y europeos, dotándolo de un considerable universalismo, que ha envuelto, en gran parte, los elementos indígenas afines, sólo perceptibles todavía de un modo autónomo evidente entre las costumbres de los habitantes de reductos que perduran en nuestro país.

Si lo supersticioso radica esencialmente en la aceptación y utilización de poderes involucrados en expresiones muy diversas de la naturaleza y de la cultura, el mito es una creencia configuradora de seres y cosas vitalizadas, con atributos sobrenaturales, dotados de imágenes específicas, cuya acción se produce, eminentemente, con independencia de la iniciativa humana, si bien sus efectos los recibe el hombre, por regla general.

La cantidad y heterogeneidad de nuestras manifestaciones míticas vigentes, requieren de un esfuerzo de sistematización para organizar un esquema de comprensión integral de esta materia. Con este fin, nos basaremos en un conjunto de principios divisorios, comenzando por el empleo de un criterio funcional, que marca la diferencia entre tres direcciones: una de acción benigna, otra maligna y una mixta.

Como exponente de la primera citaremos el perspicaz, un varón revestido de extraordinarias facultades adivinatorias, destinadas sólo a causar el bien entre sus semejantes, en particular con referencia al nacimiento, desarrollo y desenlace de las enfermedades. Físicamente se lo reconoce por tener incisa una pequeña cruz en el paladar o en la cara inferior de la lengua.

En la actualidad aparece escasamente en la zona central. Su ancestro atañe al mítico taumaturgo ibérico, conocido en España como saludador y en Portugal como menino bento.

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