—¡Piedad!—articularon todos, libertados de sus ligaduras y cayendo á los piés del ebrio senador.
—No le excitéis con vuestros ayes—observó el políglota.—Reparad que no entiende más que el latín.
—Pues bien: In nomine Domini nostri Jesu-Cristi—dijo Juanita muerta de miedo y recordando la salutación con que el cura de su lugar daba los buenos días á sus feligreses.
—¿Quién pronuncia aquí el nombre del impostor de Galilea?—rugió el Prefecto pudiendo apenas mantenerse en equilibrio.
—Estos cristianos que acaban de profanar la estatua de Nerón.
—¿Cuál es el jefe?
—Éste, el más viejo—contestó Juanita impuesta por la traducción de Benjamín.
—Subidlo al cráter y arrojadlo en las entrañas del Vesubio.
Una explosión de lágrimas y lamentos sucedió á tan bárbara orden; pero antes de que las excursionistas pudieran dirigir una palabra de consuelo á don Sindulfo, éste había desaparecido entre un grupo de vigiles encargados de la ejecución del decreto.
—Los demás—prosiguió el togado beodo—apréstense á servir de bestiarios en los circenses de mañana.
—¡Horror! Nos destinan al circo—tradujo el arqueólogo, cubriéndose el rostro con las manos, mientras Clara perdía el sentido y Sun-ché interrogaba con ojos extraviados sin obtener contestación.
—¿Al circo? Pues no se apuren ustedes—objetó Juana—que si es en el de Price yo tengo allí un primo aposentador.
—No: se nos condena á ser devorados por las bestias feroces.
Amordazados de nuevo, nadie pudo proferir una queja. Los vigiles sacaron del pretorio á los reos, y el Præfectus urbis, tambaleándose, volvió á la sala del