Un día de parada, estando reunido el batallón en el patio de un ex-convento de carmelitas, don Serapio se apercibió de que se había dejado olvidada en su casa la alocución que debía dirigir á su compañía en el convite que después de la formación había de darle, para agradecer el honor de haberle elegido capitán. Don Abundio fué el encargado de ir en su busca. Al entrar en el domicilio de su jefe, lo primero que vió fué á doña Remigia acabando de ataviarse para asistir á la parada. Estaba hecha un brazo de mar; pero si hemos de ser justos, él no la iba en zaga. Aquellos pantalones blancos y relucientes cuya posesión se disputaban por arriba dos tirantes con las hebillas corridas hasta los hombros y por debajo unas trabillas con las que parecía llevar los piés en cabestrillo, eran el summum de la marcialidad de afición. Pues dónde me dejan ustedes la casaca de paño verde botella con vivos y golpes de color de canario, que amarillo era el distintivo de los fusileros, y botones de metal numerados á un lado y otro del péti cerradito en forma de pechuga de pichón? No había medio de resistir á un hombre que sobre sus cinco piés y cinco pulgadas se ponía un morrión de un palmo cumplido, con una visera como el pescante de un coche, una chapa hasta la imperial despidiendo rayos de latón y un par de carrilleras con escamas. Pues no digo nada cuando repicaban gordo y le añadían el último piso al chacó. El golpe maestro era aquella cuarta de plumero en forma de nabo arqueado hacia delante, utensilio de triple utilidad, pues no sólo quitaba el sol, sino que aventaba las moscas y llenaba de cortesías á los transeúntes. En esta forma, más la espada en el biricú y el corbatín de suela, se presentó don Abundio ante la esposa de don Serapio; y si hoy estaría para pegarle un tiro, entonces no cabe duda que estaba seductor.
Doña Remigia al verle lanzó una exclamación de asombro que le hizo dar tres ó cuatro vueltas al plu-