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enrique gaspar
vacío, falta de capas con que rozar no producía movimiento alguno sensible.
—Ya andamos—exclamó don Sindulfo con el orgullo paternal que le inspiraba su invención.
—Adelante—prorrumpió resueltamente su sobrina.
—Loor al genio!—balbuceó Benjamín abrazando á su protector.
—¡Jesús!—decía Juana.—Si esto es más soso que un cocido sin sal. Ni se ve un campanario, ni una lechuga, ni ná que le pueda alegrar á una el corazón. Prefiero el ordinario de mi pueblo. Vamos, don Sindulfo, sóo... En llegando á los Inválidos pare usted.
La pobrecilla no calculaba que había empezado su frase en París el diez de Julio de mil ochocientos setenta y ocho y que la estaba acabando en treinta y uno de Diciembre del año anterior sobre la cordillera de los Andes.