razón para ello, pues jamás experimento alguno había tenido éxito tan satisfactorio.
—¡Eureka!—exclamó en un arranque de entusiasmo aquel segundo Arquímedes que, sin el auxilio de una palanca, removía el mundo hasta en sus cimientos.
—¿Á qué altura estamos?—preguntó el políglota.
—Hace veintiún minutos que salimos de París—le contestó su amigo consultando el cronómetro;—por consiguiente hemos desandado siete años y nos hallamos en diez de Julio de mil ochocientos setenta y uno.
—¿Estudiemos la situación?
—Sea.
—Rumbo á oriente—dijo Benjamín clavando los ojos en su compás.
—Fijo—asintió el sabio mirando el suyo.
—Latitud 50º N.
—Exacto.
—No hay más que inclinar los catalejos un grado al Sur y dirigir nuestras observaciones sobre el punto de partida.
Y asestando los anteojos al disco meridional, cuyas puertas se abrieron de una descarga, ambos profesores se pusieron á sondear el espacio. Por supuesto que previamente apagaron las luces eléctricas que constituían el alumbrado constante de aquella hermética clausura donde siempre era de noche; pues como el vacío sólo se hacía al rededor del Anacronópete, las capas atmosféricas inmediatas á él conducían los rayos del sol; y de no haber tenido cerrado el vehículo, nadie hubiera podido resistir las vertiginosas intermitencias de luz y sombra ocasionadas por la violenta transición del día á la noche en una velocidad de cuarenta y ocho horas por segundo.
Pocos llevaban de observación los anacronóbatas sin apercibir en su carrera más que el vapor iluminado con que como aliento fosforescente, les anunciaban su presencia las ciudades en el período nocturno, ó las