Página:El Cardenal Cisneros (06).djvu/9

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á los peligros, por tener parte en esta victoria; yo tengo bastante esfuerzo, y zelo para ir é plantar esta Cruz, Estandarte Real de los Cristianos, que veis traer delante de mi, en mitad de los batallones enemigos, dichoso de combatir, y de morir entre vosotros mismos. Un Obispo no puede mejor emplear su vida, que en la defensa de su Religión. Muchos de mis predecesores han tenido esta gloria, y yo tendré la honra de imitarlos.

Grandes vítores y aclamaciones contestaron á estas elocuentísimas palabras. El espectáculo no podía ser más conmovedor. Lo seria aun hoy, en estos tiempos de escepticismo y de cálculo, sin grandeza y sin fe, cuanto más en aquella edad de oro para España, en que todos eran héroes al santo grito de Dios y de Patria. Aunque mareada la tropa, aunque todavía no repuesta de la fatiga de la navegación y aunque el día era caloroso, todos querían volar al combate. Grande empeño formó Cisneros de participar de todos sus riesgos, compartiendo sus glorias también; pero los Jefes y Oficiales todos le suplicaron porfiadamente que se retirase, en interes de la victoria, puesto que, viniendo él con las tropas, tanto como de combatir al enemigo, se debían de ocupar de defender á su persona. Cedió Cisneros á consideración tan grave, y entonces se retiró á una capilla dedicada á San Miguel, en la ciudadela de Mers-el-Kebir, en donde, mientras las tropas combatían, estuvo en constante oración, sólo interrumpida cuando Pedro Navarro, dudoso sí dejaría la batalla para el día siguiente, porque eran ya las tres de la tarde, le pidió su consejo, que fué el de que acometiese en seguida, sin dejar resfriar el ardor de las tropas.

El ejército avanzó formado en cuatro divisiones, cada una de dos mil quinientos hombres, llevando su artillería y cubriendo los flancos y la retaguardia con algunos escuadrones de caballería. Ante todo, tenían que apoderarse de una altura, en donde los Moros, en número de doce mil próximamente, de á pié y á caballo, esperaban al ejército cristiano. Estaba silencioso el enemigo, oculto en la eminencia, cubierta la altura del monte, como estaba, por una espesa niebla, pero cuando los Españoles avanzaron y fueron descubiertos, era un diluvio de flechas, y de piedras y de bodoques los que sobre ellos caían. Los Moros resistían valientes, los nuestros acometían bizarros; el día avanzaba, la lucha estaba indecisa, y acaso la victoria no hubiera sonreído á los Cristianos si el Conde Pedro Navarro no hubiera acertado á poner una batería