disposición testamentaria del Rey Católico. Suscribía esta carta el Príncipe D. Fernando de esta manera: El Infante, como si fuese el Soberano ó por lo menos el Príncipe heredero; de modo que, cuando los Consejeros recibieron este arrogante documento, reuniéronse y formularon al Secretario de D. Fernando esta categórica respuesta: Diréis a S. A. que nosotros no faltaremos en ir luego a Guadalupe, y que sabemos el respeto que se le debe; pero que no tenemos más Rey que el César.
Cisneros, por su parte, cuando supo la muerte del Rey y que habia sido instituido Regente por su testamento, dispuso su marcha para Guadalupe, no sin demostrar públicamente antes el sentimiento que le causara la pérdida del Rey Católico, por cuya alma ordenó se hiciesen sufragios solemnes en todas las iglesias de su diócesis. Llegado á Guadalupe, cumplió primeramente sus deberes con la Reina viuda y con el Príncipe D. Fernando, entregando á aquella de sus rentas particulares todo lo que necesitaba para sostener con honra su altísima posición, hasta que se fijase el modo de pagar la pensión que habia acordado su marido; y procurando, en cuanto al Príncipe D. Fernando, hacerle comprender su deber, si bien prodigándole grandes muestras de respeto.
Allanadas estas primeras dificultades, se dio posesión á Cisneros por el Consejo del cargo de Gobernador de la Monarquía, según dispuso el testamento del Rey, y entonces fué cuando el Dean de Lobayna produjo un poder formal del Archiduque D. Cárlos, en que se le exhortaba á tomar posesión de los Reinos de Aragón y de Castilla, gobernándolos en su nombre hasta que él llegase, si su abuelo llegaba á faltar.
Expuso Cisneros que el Archiduque no tenía poder para obrar de esta manera viviendo el Rey Católico; que el testamento antiguo de su esposa Doña Isabel habia dejado la administración de estos reinos á D. Fernando hasta que D. Cárlos, su nieto, cumpliese los veinte años, y que él debia quedar como Regente del reino, con tanto más motivo cuanto que todas sus leyes prohibían que le gobernase un extranjero. En honor de la verdad, Adriano, que se distinguía por su dulzura y su ilustración, no era un terrible competidor para Cisneros. Carecía de carácter, no conocía el pueblo que pretendía gobernar, apénas contaba con relaciones y afinidades entre los Grandes; y Cisneros, que comprendía la necesidad en que estaba España de un brazo de hierro para gobernarla,