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Página:El Diputado Bernardo Ohiggins en el Congreso de 1811.djvu/106

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Biblioteca del Congreso Nacional de Chile — 108

después de relatar por menorizadamente estos acontecimientos— que se abría una era de violencias y de atropellos en que el congreso tenía que desaparecer” [1].

Carrera hizo pública una proclama “extravagante por su forma y por su fondo” [2] en la que contaba el proyecto de asesinato a que había sido sometida su familia, incluida las mujeres. Con su estilo inconfundible, que mantuvo mientras fue autoridad política, no temió declarar abiertamente que la legitimidad de su Junta estaba asegurada por la fuerza de las armas:


“Pero si la suerte trajo a manos de los buenos chilenos a los infames y tiranos más horrendos, —decía— su causa irá al fin y su sang re lavará su delito. La tiranía no conseguirá sus intenciones por más que medite y que piense. Todos los malos son pocos para penetrar la salud chilena, mientras la guar nece la bar rera robusta de unas tropas fuertes, decididas todas por su bien. Mas, como ellos son pensadores, y el impío no cesa de maquinar, es necesario que estemos sobre las armas” [3].


José Miguel Carrera había mantenido a las tropas de Santiago sobre las armas e hizo venir a la capital a las milicias de Melipilla y de Rancagua. Los jefes de estas, así como las de Santiago, le eran fieles, atraídos por su personalidad o por el convencimiento que no había otra alternativa posible. En cuanto a los cuerpos de línea (granaderos, artillería), éstos estaban mandados por sus hermanos. Por otra parte, los únicos militares con ascendientes sobre las tropas, el coronel Juan Mackenna y el comandante Juan de Dios Vial, a pesar de haber negado en sus confesiones alguna participación en la tentativa de asesinato por la cual se los acusaba, estaban encarcelados en el Palacio del Cabildo, que en su segundo piso era la cárcel de la ciudad, y en el Cuartel de Asambleas, respectivamente.

En su Diario Militar José Miguel Carrera recuerda lo que en ese momento tenía claro: “Era ya de absoluta necesidad destr uir el Cong reso, pues a más de ilegitimidad e ineptitud, encer raba porción de asesinos, y era el centro de la discordia, de la revolución, de la ambición y de cuanto malo puede creerse” [4]. Para él, el núcleo de todos estos vicios residía en la familia Larraín: “era pues forzoso elegir entre nuestra muerte y la esclavitud de Chile, o el abatimiento de la familia de Larraines y sus adictos [...] y concluiremos que para destruir la Casa era preciso destr uir el Congreso” [5].

A las diez de la mañana del 2 de diciembre, se presentaron en la plaza mayor todos los regimientos presentes en la capital, apoyados por un tren de artillería. Los cañones fueron dirigidos hacia la sede del Congreso y se apostaron centinelas en todas las puertas que no dejaban salir a nadie.

  1. Barros Arana, op. cit., Tomo IX. p. 46.
  2. Ibíd. p. 47.
  3. Ibíd. p. 48.
  4. Carrera, op. cit. pp. 17 -18.
  5. Ibídem.