encima, lo cual harian de veras y con mucho gusto algunos de mis lectores.
Eran las diez de la mañana; el sol cubierto con un lienzo de nubes que debilitaba su ardor tropical, templado además por la brisa diaria en aquel clima durante las abrasadas horas del dia, alumbraba el recinto de una ciudad, que ya no ecsiste, tal es la trasformacion verificada en ella en tan corto espacio de tiempo.
Las calles no eran aseadas y agradablemente vistosas como en el dia; una recua de caballerías mayores y menores que recogian sus inmundicias, iba dejando por todas ellas señales no muy limpias de su paso; y gracias al empedrado, cuyas aceras de ladrillos puestos de canto, gastados unos, elevados otros, arrancados muchos y desiguales todos, el transeunte no podia dar un paso sin llevar, como suele decirse, los ojos en los pies; las plazas, hoy hermosas, estaban cubiertas de yerba que daba pasto al caballo del carbonero, al macho del borriquero y á unas cuantas vacas y cabras que iban de puerta en puerta, y sin que nadie las molestase, buscando los desperdicios que espresamente y para ellas estaban guardados.
Circulaba por toda la ciudad mayor número de personas que en los dias ordinarios, causando aquella especie de rumor que en las poblaciones de poco movimiento, como era entonces la capital de Puerto-Rico, es anuncio seguro de un dia de fiesta popular. Infinidad de personas, que por su traje y maneras mostraban ser de los campos de la Isla, discurrian acá y allá