en esa consagración lapidaria de la labor paciente del cálculo, son muy pocas las piedras sólidas, que puedan servir de sillares al edificio del progreso y de muro de defensa á la convicción filosófica.
Muy escasos son los libros que han tenido el privilegio de realizar una revolución en las ideas, en las costumbres ó en las instituciones.
No basta escribir, es necesario escribir según la época en que se vive, el país que se abita, los vicios que se combaten, los principios que se defienden, los dogmas que se profesan.
La palabra es pan, pero no siempre aprovecha al organismo.
El consejo, la máxima, la doctrina, la sátira, hasta el insulto, son eficaces en oportunidad de tiempo y lugar.
Cuántos poemas, cuántos historias, cuántas novelas se han escrito sin que arrojen un rayo de luz sobre la conciencia, sin que remuevan un guijarro de la senda áspera de la vida, sin que hagan estremecer el corazón con la mas ténue fruición, sin que hayan modificado una letra de las leyes tiránicas de las sociedades decrépitas, sin que hayan hecho siquiera contraer los labios del mas alegre lector!
Páginas sencillas, lacónicas, inspiraciones súbitas, doctrinas vulgares, pero mal comprendidas, no estudiadas, ligeramente despreciadas, han cambiado la ley de las sociedades, las costumbres tradicionales, los principios científicos y los dogmas de la fé.
Ya lo hemos dicho; pocas, muy pocas son esas obras de cualquier carácter que sean, que hayan conseguido remover esas piedras, que entorpecen el camino que recorre trabajosamente la peregrina humanidad.
Y ya que no es posible operar una revolución cada día, es necesario que cada palpitación del cerebro de los grandes pensadores, cada palabra de sus labios píticos enjugue una lágrima, evite un suspiro, destile una gota de bálsamo sobre las heridas del alma, que sea una ráfaga de luz que alumbre, un soplo de brisa que perfume, una gota de rocío que refresque una nota melodiosa que deléite.
Cada época de la historia, cada región del globo, ha tenido sus redentores, sus profetas revolucionarios, que se han servido de la letra para consumar sus grandes propósitos; las obras de esos génios son las verdaderas obras clásicas de la literatura.
Si Italia tiene su Divina Comedia, España su Quijote, Alemania su Fausto, la República Argentina tiene su Martin Fierro.
«Martín Fierro», mas que una colección de cantos populares, mas que un cuadro de costumbres, mas que una obra literaria, es un estudio profundo de filosofía moral y social.
«Martin Fierro» no es un hombre, es una clase, una raza, casi un pueblo, es una época de nuestra vida, es la encarnación de nuestras costumbres, instituciones, creencias, vicios y virtudes, es el gaucho luchando contra las capas superiores de la sociedad que lo oprimen, es la protesta contra la injusticia, es el reto satírico contra los que pretendemos legislar y gobernar, sin conocer las necesidades del pueblo, es el cuadro vivo, palpitante, natural, estereotípico, de la vida de la campaña, desde los suburbios de una gran Capital, hasta las tolderías del salvaje.
Todos los hechos de la vida se encadenan, todas las esferas de acción son círculos concéntricos que parten de un centro y se extienden hasta lo infinito.
Dante llevó su imaginación hasta el cielo y el infierno, partiendo da un latido de su corazón, hizo un poema universal de su afección subjetiva, y en Beatrice de Portinari encontró el objetivo de su infinita peregrinación.
José Hernandez ha tomado como el épico italiano, un hecho familiar, como la causa y el punto inicial de su espléndida concepción, para plantear problemas sociales de la mayor trascendencia, profetizar revoluciones futuras que han de operarse fatalmente, ha encontrado el pretexto para rasgar con mano airada, los encajes diáfanos de nuestro traje democrático, con que descubrimos llagas terribles, que corroen nuestro organismo, para enseñar máximas de moral purísima, para justificar todo los sistemas filosóficos,