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El Japón

comprendió después que no debía hacerlo porque, sin su apoyo, su familia quedaría reducida á la miseria. ¿Qué hacer? ¡Magnífico! Matar á su hija, á su linda y pequeña Matsoué. El desgraciado cogió un cuchillo para matar á su niña, pero su amor filial era tan grande como su amor paternal. Dudó un instante, mas estaba decidido y en el momento en que iba á herir á su hija apareció su mujer Sougni inquieta por las extrañas manipulaciones de su marido.

Éste se lo contó todo.

—A mí es á quién debes matar—dijo Sougni—Sería feliz si mi muerte diera la vida á tu madre.

Este acto ¿no es sencillamente sublime?

El marido, encontrando la decisión de su mujer muy natural, porque estaba de acuerdo con la tradición y con la raza, no le hizo la menor objeción, y, atando una cuerda al cuello de su mujer para estrangularla, empezó á tirar de una punta y ella para ayudarle, tiraba de la otra.

Cuando estuvo muerta cogió el marido el cuchillo y hundiéndolo en el abdomen de su esposa, le sacó el hígado; después encendió fuego y lo coció en una cacerola.

¡Por fin iba a curarse su anciana madre! Pero no, no; no probaría el infalible remedio. La nueva generación fué en busca de la policía la cual cogió á Kono-Guihei en flagrante delito.

Sacrificóse la pobre Sougni para nada; los ojos de su madre política continuaron enfermos y al asesino le

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