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Página:El Japón.djvu/49

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Los Jardines

cubren de nieve blanca y rosada: limoneros, melocotoneros, cerezos, y el ciruelo que florece hasta en el invierno y embalsama el aire con sus perfumes suaves y penetrantes. Por todas partes se ve adormideras, peonías, camelias y crisantemos, anchos como platos. Apenas bastan los ojos para contemplar este gracioso exceso de matices, y la vista vaga, embriagada, desde los ricos jardines á los frescos lagos donde se extienden los delicados lotos y hacia los cuales se inclinan los frágiles tallos de los iris para contemplar en el agua sus anchas flores amarillas y violetas. Más allá, al final de una avenida, se destacan entre los árboles los perfiles de una casita. Es un pabellón de poesía. Por la ventana, encuadrada en glicinas, la vista se extiende á lo lejos; cerca, serpentea un arroyo. A aquella casita viene á descansar, después de la comida, su dueño, y allí sueña, hace versos ó toca música. El pabelloncito, siempre está adornado con elegancia, pero con sobriedad. Algunas esterillas, un árbol enano en un gran búcaro, una tetera, varias pipas, unos cuantos pinceles y algún que otro libro componen todo el moblaje.

Á los japoneses les gusta adornar el interior de sus casas con las flores de sus jardines, y sus decoraciones florales son de un gusto perfecto, sin que obedezcan al capricho del instante. Reunir las flores en un ramillete, es una verdadera ciencia que no se adquiere sino luego de minuciosos estudios. En primer lugar cada flor tiene una significación especial y es preciso que una composición floral exprese un sentimiento determinado

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