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CAPÍTULO II.

Al acabar la plegaria levantámos una tienda al abrigo de las peñas con el trozo de vela que traíamos, circuyéndola á modo de parapeto con las cajas de los abastos; hecho lo cual encargué á mis hijos que recogiesen musgo y hojarasca para no acostarnos en el duro suelo, y en el ínterin aderecé un fogon con piedras lisas y llanas que me ofreció un arroyo inmediato, sobre el cual mi esposa ayudada de Franz colocó un puchero de agua con algunas pastillas alimenticias, aderezando así la comida.

Al principio tomó Franz las tales pastillas por pedazos de cola, y como aventurase sobre el particular alguna observacion, desengañóle su madre manifestando que estaban compuestas de varias carnes reducidas á gelatina á puro cocerse, y servian en los viajes largos para tener siempre caldo más sustancioso que el de la carne salada.

A todo esto Federico, despues de recogido el musgo, fuése arroyo arriba con una escopeta, miéntras Ernesto se encaminaba al mar, y Santiago á las rocas de la izquierda para coger almejas. Tocante á mí, en tanto que me esforzaba inútilmente para sacar á tierra las dos barricas recogidas en la travesía, súbito hirió mis oídos la clamorosa voz de Santiago; incontinenti volé á su auxilio con un hacha, y encontréle metido en el agua hasta las rodillas, pugnando con una langosta de gran tamaño que se le enredaba en las piernas; salté al agua, quiso huir el espantado crustáceo, y como no me tenia cuenta, despues de contundirle con un hachazo lo arrojé á la playa.

Ufano Santiago con su presa, apoderóse de ella con ánimo de llevarla á su madre; pero como sólo estaba aturdido, dióle en la cara tal ramalazo con la cola, que el niño hubo de soltarla llorando á grito herido. Miéntras me reia del lance, repuesto el niño y lleno de coraje, aplastó con una piedra la cabeza de la langosta; reprendile porque de tal modo mataba á un animal vencido, advirtiéndole que á ser más cauto, á no acercar tanto el rostro, se ahorrar el golpe.

Convencido por mis razones, cogióla de nuevo y corrió á su madre exclamando:

—Mamá, mamá, ¡una langosta! Ernesto, ¡una langosta! ¿Dónde está Federico? ¡Cuidado, Franz, que muerde!

Rodeáronle sus hermanos asombrados del tamaño del marisco, escuchando las hazañas de Santiago, y volví á la interrumpida faena, no sin felicitarle por ser el primero que habia hecho un descubrimiento útil, prometiéndole en recompensa una de las patas mayores.

—Pues yo, saltó Ernesto, he descubierto otra cosa buena para comer; mas no la he traido porque para cogerla tenia que mojarme.

—Serán almejas, replicó Santiago con cierto desden; no las cataré siquiera; vale más mi langosta.

—No, que son ostras, repuso Ernesto, porque están muy hondas.

—Otras ó almejas, señor filósofo, díjele entónces, tráenos un buen plato pa-