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prosa de la vida vulgar honrada, me enseña el idealismo del deber cumplido, me hace odiar los ensueños que dan en el pecado, me revela la poesía de la moral corriente, que demuestra que el colmo del misticismo estético, de la quinta esencia psicológica, está cifrado en ser una persona decente, y que no lo es la mujer que falta a la fidelidad jurada a su marido. Todo esto, que yo digo tan mal, lo dice, con tanta o más poesía que usted sus cosas, este libro.

Cristina mostró el volumen de mi cuento, y añadió:

—Si de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro; pero la mejor manera de rendirle el tributo de admiración que merece..., es obedecer su doctrina... y, por consiguiente, enamorarse sólo del humilde y santo deber.

Víctor no pudo contenerse más, y tendiendo las manos hacia el regazo de Cristina, donde estaba el volumen que antes odiaba, gritó:

—¡Por Dios, señora, pronto; el nombre de ese libro..., el autor!...

Cristina se puso en pie, y rechazando a Víctor, como si temiera que el contacto de aquel hombre manchara el texto que veneraba, dió un paso atrás, y abriendo el libro por la primera hoja, leyó: "El Concilio de Trento, por Víctor Cano."

Tembló el literato de pies a cabeza; se sintió partido en dos; pero pudo en él más la vanidad que la vergüenza, y sin tratar de reprimirse, exclamó: